viernes, 23 de mayo de 2014

Valentina


Noviembre 2011

Basada en hechos reales


Lo malo de la vida del viajero es que no existe la estabilidad. Durante el viaje la gente va y viene. Compartes algunos ratos esporádicos, pequeñas experiencias o tramos del trayecto, pero nadie permanece. Llegado el momento los caminos se separan y las personas sólo comparten contigo ciertos instantes, que acaban por parecerte efímeros, cuando realmente conoces a alguien interesante. Sí, tienes muchas otras cosas buenas. Pero, al cabo de un tiempo, empiezas a desear que la gente que conoces permanezca más tiempo en tu vida. Un símbolo de estabilidad al que aferrarte cuando todo lo demás se tambalea y amenaza con venirse abajo.

Así que, una vez más, había tenido que despedir a una chica con quien sólo había podido compartir una noche, puesto que su camino continuaba en otra dirección.  Otra persona a la que había tenido que decir adiós antes de tiempo. Estaba realmente empezando a cansarme de la volatilidad de la gente durante el viaje.  Había conocido a varias parejas que viajaban juntas. Y empezaba a preguntarme por qué yo tenía que seguir mi camino solo.

Después de un agotador día de turismo por La Paz, llegué al hostal dispuesto a recoger mis cosas para marcharme al día siguiente a la próxima parada de mi viaje: las Salinas de Uyuni.

Mientras subía las escaleras de camino a mi habitación me crucé con una chica de grandes ojos oscuros que dejaba un suave rastro de aroma dulce. Me miró y me dijo “Hola”. Tuve una sensación extraña, algo que no supe identificar, pero no le di mayor importancia. Me di la vuelta con extrañeza y la vi terminar de bajar las escaleras. Una vez abajo, ella se volvió a mirarme. Yo me di la vuelta y me marché. Llegué a mi cuarto y comencé a recoger todas mis cosas.

Aquella noche me costó dormir. Estaba harto, de los amores no correspondidos, de dejar pasar las oportunidades, de mi cobardía por no haberme atrevido a actuar cuando debí. Estaba harto de las despedidas improcedentes, de los amores efímeros, de las historias incompletas. De los besos robados, las caricias escondidas y las miradas furtivas. Necesitaba algo real en mi vida, mirar los mismos ojos cada mañana, un trabajo estable y confiar en la gente de mi alrededor. Tener amigos que se queden y amores que duren más de una noche.

Al día siguiente, terminé de organizar mis bártulos, salí del hostal, cogí un taxi y me dirigí a la estación de autobuses. Estaba todo abarrotado, había mucho barullo, algo pasaba. Después de mucho esperar, por fin pude acceder a una ventanilla de información, en la que me dijeron que había huelga y que ningún autobús saldría aquel día de La Paz.

Salí de la estación y cogí otro taxi de vuelta al hostal. “No entiendo por qué el amor es tan injusto. Parece que rehuye a todos aquéllos que lo queremos y buscamos, y sin embargo, se ofrece con facilidad a todos aquéllos que nunca lo esperan” le dije al taxista. Apenas recuerdo si respondió. Ya no sabía qué pensar. Me sentía triste, solo y desubicado. Esperaba poder desembarazarme del caos de la ciudad y encontrar algo de paz en las Salinas que me ayudara a calmar todos los pensamientos que desde hacía tiempo me venían acosando. Pero parecía que eso no me iba a ser posible.

Al llegar al hostal sentí, por primera vez en mi vida, que necesitaba ahogar mis penas en alcohol. Así que me deshice de mis cosas y subí al bar. Creo que era por la tarde, pero no me importó la hora. Me senté solo en la barra y pedí un vaso de Whiskey. Y después otro. Y un tercero. Aún no había empezado a sentir los efectos del alcohol cuando sentí que alguien se sentaba a mi lado. Me giré para ver quién era. Era ella. La chica de ojos oscuros y aroma dulce que me había cruzado en las escaleras. La barra estaba vacía. Pero ella se había sentado a mi lado.

Ella me miró. “Me llamo Valentina” dijo.

Yo no pude más que sonreír. No sabía si el destino, la casualidad o la vida misma querían reírse de mi. Pero, una vez más, decidí dejarme llevar y darle una oportunidad a lo que quiera que fuese aquello.

“Bienvenida a La Paz, Valentina” le dije sonriendo.


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