domingo, 20 de octubre de 2013

Ilusiones Rotas


¿Y quién se acuerda de sus 15 años? De cuando aún podíamos evitar la realidad y vivir en la inocencia de la niñez que estaba a punto de abandonarnos para siempre.

De cuando aún no éramos realmente conscientes del mundo hostil que nos esperaba ahí fuera. De cuando aún podíamos creer que el amor y la amistad salvarían el mundo. De cuando la fidelidad y la honestidad eran los valores clave, y aún teníamos un pequeño pepito grillo dentro de nuestra conciencia que nos hacía sentirnos mal si soltábamos una pequeña mentirijilla. Porque aún teníamos conciencia.

Nuestras mayores preocupaciones eran los deberes del día siguiente, que la profesora de turno no nos preguntara a nosotros y qué plan tendríamos el viernes. Te pasabas horas al teléfono con tus mejores amigas a las que acababas de ver apenas un par de horas antes en el colegio. Criticábamos a los populares y nos divertíamos poniendo motes a los profesores.

Nos enfadábamos si nos traicionaba un amigo. Pero conocíamos el valor el perdón, y no podíamos permanecer mucho tiempo enfadados.  Odiábamos inocentemente a todo aquel del que estábamos celoso. Nos peleábamos con nuestros padres para que nos dejaran acostarnos más tarde y quedarnos viendo la serie de moda que se comentaría al día siguiente en clase.

Crecimos con los valores de las películas Disney, que enseñaban lecciones de moral y te demostraban que la amistad, el amor y la familia eran más importantes en la vida que un buen puesto de trabajo o el dinero.

Esperábamos a nuestro príncipe azul.  Y creíamos firmemente que aparecería en un caballo blanco para llevarnos a su reino y convertirnos en su princesa. Lucharía por nosotras hasta el final. Se daría cuenta de sus errores y tendría algún gesto terriblemente romántico que le permitiría recuperarnos.  El chico que nunca te miraba se daría cuenta de que estabas ahí y de que tú eras su alma gemela. Y se opondría a todo el mundo por conseguirte.

Pero poco a poco crecemos. Empezamos a contar a los amigos con la palma de una mano. Empezamos a luchar por conseguir un buen puesto de trabajo y mucho dinero dejando por el camino a los amigos, a la amista e incluso al amor. Por el miedo a arrepentirnos.

Y, finalmente, nos damos cuenta de que nuestro príncipe azul  no vendrá a por nosotras, no aparecerá en un caballo blanco y no nos convertirá en su princesa. Nosotras tendremos que buscarlo y no será ningún príncipe. El chico de al lado nunca se volverá a mirarte. Pasará el tiempo sin que se de cuenta de que estás ahí. Y no se opondrá a todo el mundo para conseguirte.


Porque crecemos de ilusiones y vivimos para romperlas.


martes, 16 de abril de 2013

Querida International Family





Hace tiempo que vengo recordando, y quizás, echando de menos, todas aquellas noches sobre las que siempre hay algo que contar. Todas aquellas noches que apenas se recuerdan al día siguiente pero que son siempre tema de conversación en la mesa del desayuno.

Sí, esas. Todas esas noches. Esas en las que dices “Hoy no salgo” pero te convencen (o te dejas convencer) para salir. Las de “Hoy vuelvo pronto” pero apareces con los zapatos en la mano a las 6 de la mañana. Esas en las que te habías propuesto madrugar para ir a la Biblio pero pierdes todo el día recuperándote de la juerga porque… aún queda el Domingo.

Esas noches que crees que serán las más sencillas o aburridas. Esas que sabes dónde empiezas pero no dónde terminas. Esas que acaban siendo las mejores. Todas esas aquéllas noches en las que siempre sabías a dónde ir si querías encontrarte con todo el mundo.

Las noches de salir los martes, las de Tower Hour los jueves, las de Happy Hour los viernes. Las de beber cerveza verde el día de St. Patrick y disfrazarse de Súper Ñ por Halloween. Las de acabar bailando encima de la mesa, las de “yo nunca” y las de reírse por todo.  Las de conseguir los hielos en Hasbrouck para las copas y comprar la garrafa de tres litros de vino para el calimocho. Las de hacer pre-game en la suite de Marcello y Miguel, que llame la policía a la puerta y correr a escondernos en los armarios. Las de cantar “física o química” y caminar de noche por el lago helado. Las de los rincones oscuros en Cabaloosa y P&G’s. Las noches con las listas de reproducción llenas de temazos.

Por todas aquéllas noches.
Por todos vosotros.
Por nuestra international family. 










miércoles, 30 de enero de 2013

Porque, a veces, da miedo...



Cuando nos enfrentamos a grandes cambios en la vida siempre surgen un montón de dudas y afloran un buen puñado de miedos que ni siquiera sabíamos que teníamos. Sobre todo, si tenemos que enfrentarnos a ese gran cambio solos. Es en estas ocasiones cuando se vienen a nuestra mente todos estos típicos de “con lo a gusto que iba a estar yo si…” o “quien me mandaría a mi meterme en esto…”

Es fácil empezar a preguntarse si de verdad es eso lo que queríamos. Si no hubiera sido más sencillo quedarnos donde estábamos y tener más tiempo para otras cosas, en vez de tener que quedar a la altura de las expectativas que la gente a tu alrededor espera de ti... Si no hubiéramos sido más felices con la opción más fácil. Y entonces, nos damos cuenta, de que la opción más fácil no es la solución. Nunca lo ha sido. Porque no nos habríamos conformado con ella. Pero no por ello dejamos de sentir miedo a los grandes cambios.

No es extraño preguntarse si lo que pasa es que nos hemos vuelto unos cobardes. Si preferimos echarnos atrás por miedo en el último momento y olvidarlo todo y seguir con nuestra vida de siempre. Salir corriendo y refugiarnos en los brazos de quien nos quiere.  Pero, de nuevo, esa tampoco es la solución. Y nunca lo ha sido. Porque hay que aprender a superar los miedos, y, aun a riesgo de repetir lo que siempre se dice, ésta es la única manera: enfrentarse a ellos. Hacernos creer a nosotros mismos que somos más valientes de lo que realmente somos en un vano intento de tranquilizarnos.

Y la gente a tu alrededor sólo te dice que todo irá bien. Pero no por ello te sentirás mejor, ni más tranquilo ni te volverás más valiente. Así que, supongo, que lo único que queda por hacer es ir dando un paso detrás de otro, poco a poco. Esperando que las decisiones que tomes sean las correctas. A pesar de que desconoces por completo las consecuencias de cada uno de esos pasos.