“No me puedo creer que haya vuelto a pasarme
esto. ¿Pero cómo he podido ser tan tonta?” Pienso para mí misma. Son las 9.55,
hace 15 minutos que habíamos quedado, el autobús llegará en 5 minutos y yo sigo
aquí plantada y sin billete. Él nunca se retrasa… ¿debo suponer que lo ha hecho
deliberadamente? Hace frío, me subo el cuello del abrigo, meto las manos en los
bolsillos y empiezo a dar vueltas de un lado a otro de la estación. Se nota que
dentro de poco llegará el invierno. Por suerte hoy hace un sol espléndido.
“Indian Summer” como dicen los americanos. Un rayo de luz en medio del otoño. Ese
precioso otoño neoyorkino en que las hojas de los árboles adquieren colores
jamás imaginados. Es un día prometedor para pasar en la ciudad. Sí,
definitivamente, si no se presenta, me iré yo sola. Quiero ver el edificio de
la ONU y me muero de ganas de pasar por el Lincoln Center. Me pregunto qué
obras de ballet representarán esta temporada…
Intento distraerme pensando en otras cosas,
pero está claro que no funciona. Estaba siendo un semestre demasiado aburrido y
deprimente hasta que él apareció. Había dejado de sentirme sola. ¿Por qué
siempre me ilusiono? ¿Por qué no puedo ser cómo esas personas capaces de
controlar sus emociones que nunca les afecta nada? Bueno, al menos me estoy
reconociendo a mí misma que desde luego me había ilusionado con él. Es un
primer paso. A pesar de estar recibiendo señales contradictorias por su parte,
no he podido evitar que un rayito de esperanza se colara entre mis
sentimientos. “¡Mierda, mierda mierda!” Es que soy tonta. Y definitivamente
demasiado dramática. Veo entrar y salir a la gente de la estación con sus
billetes. Casi todos esperamos el mismo autobús. Pero ninguna cara conocida.
Empiezo a mirar inquieta cada dos por tres a
la acera por la que él tiene que aparecer. No coge el teléfono. “¡Desengáñate!
No va a venir… “ Mi subconsciente me mira con cara de “te lo dije”. Suspiro
sintiéndome decepcionada y miro una vez más a la acera negándome a pensar que
voy a tener que irme sola.
Y entonces le veo. ¡Ha venido! Noto cómo se
me ilumina la mirada. Se acerca sin parar de correr, con la bufanda en la mano
y su abrigo gris de paño largo desabrochado. Tiene pinta de venir corriendo
desde la residencia. Me mira pidiéndome disculpas y dedicándome una de sus
mejores sonrisas. No sé que me pasa con éste hombre que es capaz de hacerme
cambiar de humor tan drásticamente. No sé si está bien que él pueda influir
tanto en mí y en mis sentimiento. Pero no puedo evitarlo.
Entramos corriendo en la estación a comprar
los billetes. Y justo a tiempo porque acaba de aparecer el autobús. Y así, sin
más, gracias a él, se desvanecen todas mis preocupaciones y mis dudas. Y sólo
por esa preciosa sonrisa que me dedica, tengo la certeza de que hoy será un día
inolvidable.