viernes, 26 de octubre de 2012

Pequeñas Ilusiones



“No me puedo creer que haya vuelto a pasarme esto. ¿Pero cómo he podido ser tan tonta?” Pienso para mí misma. Son las 9.55, hace 15 minutos que habíamos quedado, el autobús llegará en 5 minutos y yo sigo aquí plantada y sin billete. Él nunca se retrasa… ¿debo suponer que lo ha hecho deliberadamente? Hace frío, me subo el cuello del abrigo, meto las manos en los bolsillos y empiezo a dar vueltas de un lado a otro de la estación. Se nota que dentro de poco llegará el invierno. Por suerte hoy hace un sol espléndido. “Indian Summer” como dicen los americanos. Un rayo de luz en medio del otoño. Ese precioso otoño neoyorkino en que las hojas de los árboles adquieren colores jamás imaginados. Es un día prometedor para pasar en la ciudad. Sí, definitivamente, si no se presenta, me iré yo sola. Quiero ver el edificio de la ONU y me muero de ganas de pasar por el Lincoln Center. Me pregunto qué obras de ballet representarán esta temporada…

Intento distraerme pensando en otras cosas, pero está claro que no funciona. Estaba siendo un semestre demasiado aburrido y deprimente hasta que él apareció. Había dejado de sentirme sola. ¿Por qué siempre me ilusiono? ¿Por qué no puedo ser cómo esas personas capaces de controlar sus emociones que nunca les afecta nada? Bueno, al menos me estoy reconociendo a mí misma que desde luego me había ilusionado con él. Es un primer paso. A pesar de estar recibiendo señales contradictorias por su parte, no he podido evitar que un rayito de esperanza se colara entre mis sentimientos. “¡Mierda, mierda mierda!” Es que soy tonta. Y definitivamente demasiado dramática. Veo entrar y salir a la gente de la estación con sus billetes. Casi todos esperamos el mismo autobús. Pero ninguna cara conocida.

Empiezo a mirar inquieta cada dos por tres a la acera por la que él tiene que aparecer. No coge el teléfono. “¡Desengáñate! No va a venir… “ Mi subconsciente me mira con cara de “te lo dije”. Suspiro sintiéndome decepcionada y miro una vez más a la acera negándome a pensar que voy a tener que irme sola.

Y entonces le veo. ¡Ha venido! Noto cómo se me ilumina la mirada. Se acerca sin parar de correr, con la bufanda en la mano y su abrigo gris de paño largo desabrochado. Tiene pinta de venir corriendo desde la residencia. Me mira pidiéndome disculpas y dedicándome una de sus mejores sonrisas. No sé que me pasa con éste hombre que es capaz de hacerme cambiar de humor tan drásticamente. No sé si está bien que él pueda influir tanto en mí y en mis sentimiento. Pero no puedo evitarlo.

Entramos corriendo en la estación a comprar los billetes. Y justo a tiempo porque acaba de aparecer el autobús. Y así, sin más, gracias a él, se desvanecen todas mis preocupaciones y mis dudas. Y sólo por esa preciosa sonrisa que me dedica, tengo la certeza de que hoy será un día inolvidable. 

domingo, 7 de octubre de 2012

Todos los días de mi vida



Cruzábamos uno de esos antiguos puentes de piedra sobre el río Sena, con estatuas y farolas de estilo antiguo a cada lado como única compañía en aquélla noche estrellada. Nos detuvimos al borde del puente observando las tranquilas aguas del río. Me abrazó por detrás apoyando su barbilla en mi hombro. Con sus manos rodeando mi cintura, como si no quisiese soltarme nunca. Ambos sonreíamos en la complicidad de la noche, aturdidos ante ese sentimiento de felicidad que no hace más que hacerte sentir en paz contigo mismo y con el mundo. Como si todo fuera fácil y cualquier problema tuviera solución.

Hacía frío, así que le cogí de la mano con la intención de que prosiguiéramos nuestro camino hacia aquel pequeño y antiguo hotel en el que nos alojábamos a orillas del famoso río francés. Sin embargo, él me atrajo hacia sí y me rodeó la cintura con uno de sus brazos. Los ojos le brillaban al mirarme, como si fuese la única mujer sobre la faz de la tierra. Me encantaba sentirme su tesoro. Me hacía sentirme especial.

Y entonces lo vi. Sin que yo me diera cuenta, había aprovechado para meter la mano en el bolsillo de su abrigo desabrochado y ahora me presentaba una pequeña caja aterciopelada, de color negro y no más grande que su puño.

“Me haces tan feliz…” susurró. Mis ojos comenzaron a humedecerse por la emoción mientras el abría la cajita y en su interior aparecía un delicado solitario montado sobre oro blanco. “¿Quieres casarte conmigo?”

Me miraba con la dulzura propia de la devoción. Sus ojos brillaban emocionados y pude notar sus nervios en su abrazo. “Sí” susurré, desde lo más profundo de mi corazón, mientras una lágrima de dicha se derramaba por una de mis mejillas.

Pude notar su tranquilidad al oír mi respuesta. Me puso el anillo, y muy seguro de sí mismo, me besó con ternura. Después de tanto tiempo, todavía me sorprendía seguir sintiendo ese nudo en el estómago cada vez que me besaba de esa manera tan íntima. Aquel era el principio de una nueva vida para ambos. La vida que habíamos estado esperando. Y así, caminamos abrazados de regreso al hotel, con las calles empedradas de París y la luna como únicos testigos.