jueves, 17 de noviembre de 2011

Sé feliz



Nos pasamos la vida obedeciendo a nuestros padres primero, obedeciendo a nuestros profesores después y más tarde, a nuestros jefes. Intentamos seguir una dieta sana porque es lo que recomiendan los médicos. Estudiamos hasta tener una carrera universitaria porque debemos encontrar un buen trabajo. Trabajo que nunca nos hemos planteado si nos gusta o no, con la intención de recibir un salario que sea lo suficientemente alto para poder vivir “bien” según dicta la sociedad. Nos dejamos convencer para comprar cosas que no necesitamos porque hemos dejado que nos creen la necesidad de ello.
 
Buscamos pareja porque no podemos soportar la idea de envejecer solos. Nos centramos en ser como la sociedad quiere que seamos, como nuestra familia quiere que seamos, como nuestros amigos quieren que seamos. Nos centramos en ser como esa persona que nos atrae querría que fuésemos para gustarle. Pero, si al mismo tiempo, el resto de las personas hacen los mismo… ¿dónde están la sinceridad y la honestidad de las relaciones?

¿Cómo sabes que realmente esa persona que tienes al lado es como tu la ves? No lo sabes. Sólo sabes de ella lo que ven tus ojos. Y eso no es más que lo que la otra persona te deja ver.
Nos dejamos manipular, incluso nos convencemos a nosotros mismos de hacer todo eso con la esperanza de que en algún momento aparezca ese sentimiento desconocido y anhelado llamado felicidad.

Pero… ¿cuál es el precio de conocer la personalidad real de tus amigos? ¿Cuál es el precio de tener la posibilidad de enamorarte de la persona real que tienes al lado y no de esa persona que sólo intenta ser lo que tu quieres que sea? ¿Cuál es el precio? 

El Miedo. A no gustar, a quedarnos solos, a que nos hagan daño. Miedo a encontrar algo dentro de nosotros mismos que no nos guste. Miedo a no conocer jamás la felicidad. Pero… ¿qué valor tiene entonces esa felicidad que sientes… que te has convencido de que sientes, si no es real, si es inducida por cánones sociales? Es una felicidad falsa.

Ten valor. Estudia lo que quieras, come cuando quieras y busca un trabajo que te guste. Sé tú mismo y lucha por ser tú mismo. Enorgullécete de lo que eres y sé autosuficiente. Enamórate porque la otra persona admira tanto tus virtudes como tus defectos. No te moldees ni te dejes manipular. 

Puede que nunca seas feliz. Pero también puede que encuentres la felicidad. Que experimentes uno de esos efímeros momentos de la vida en los que te invade ese sentimiento de paz, autorrealización y alegría que conocemos como felicidad. Y que esa felicidad sea total y absolutamente cristalina y sincera.

martes, 8 de noviembre de 2011

A Day in the City

 
Hacia arriba, hacia abajo y volver a subir. A la izquierda, a la derecha y vuelta a empezar. Lo que creía que sería como otro día más de los múltiples vividos en la ciudad pero con una persona diferente. Y sin embargo desde el principio se tornó completamente distinto. Prometía ser una gran experiencia. Pensaba que ya no tendría mucho más que descubrir en la ciudad. Pero como siempre, ella te sorprende, te muestra cosas nuevas, no te deja aburrirte ni un segundo y te cansa hasta la extenuación sin que apenas te des cuenta. 

Que el tiempo se pase tan deprisa, que los minutos vuelen y las horas corran. Algo que no me ocurría desde hacía… ni siquiera lo sabía. No recordaba la última vez que el tiempo se me había pasado tan deprisa.

Alcanzamos el autobús por los pelos cuando un pequeño sentimiento de decepción había comenzado a invadirme porque mi compañero de viaje no aparecía. Pero cuando  finalmente llegó con el corazón en la boca y pidiendo perdón explicándome su tardanza me dio motivos para poder reírme de él durante todo el día.

Una hora y media de trayecto que son ya tan habituales y que sin embargo se hicieron inusualmente cortas. La ONU y el caos  de Grand Central Station con sus intermitentes viajeros y su gente moviéndose de un lado para otro segura de su próximo destino mientras nosotros andamos sin rumbo fijo. Caminar y caminar. 

Una cerveza en un pub irlandés mientras intento entender el fútbol americano. El Farmers Market de Union Square donde encontrar algo de comida un poco más sana en éste país hogar de las hamburguesas y los perritos calientes. Una hora al sol en Washington Square donde jóvenes solitarias esperan una ilusión mientras escuchan al hombre del piano. Familias pasean y escuchan al hombre de la guitarra y nosotros, sentados, simplemente observamos, como los narradores de una historia. Imaginando vidas tan normales como inusuales de cada persona que pasa. Anécdotas, confidencias, risas. 

Y Barnes and Noble. Una de esas típicas famosas librerías americanas con cafetería en el interior donde puedes pasarte horas y horas mirando libros y CDs por todos los rincones sin ser consciente del tiempo que pasa entre sus paredes. Nuestras miradas se topan con la sección de libros en español y como niños curiosos repasamos cada libro. Hasta que lo encuentra. Aquel del que me había hablado y sin poder evitarlo me obliga a leer un párrafo. Suficiente para que quiera tener ese libro entre mis manos de principio a fin. Lo cogemos y seguimos nuestro camino.

Entrar y salir de múltiples tiendas buscando un pequeño complemento, y una excusa para movernos de un lado a otro de la ciudad. Una rápida visita al Hard Rock nos permite un paseo por las grandes estrellas de la música americana. Hasta que al girar en una esquina aparecemos en el Lincoln Center. La noche se nos había echado encima y comenzaban a iluminar cada rincón de la ciudad. Por algún motivo que no alcanzo a comprender, era un lugar nuevo para mí. De todas las veces que había estado en Manhattan, ninguna de ellas había pasado por ese centro de la cultura neoyorkina. Una fuente que hace el efecto de caminar encima del agua y una tranquilidad extraña pero apacible para encontrarse en medio de una ciudad que nunca duerme. Gente elegante esperando para entrar al ballet. Y yo, simplemente, deseando ser uno de ellos. 

Continuamos nuestro camino intentando calcular cuantos años nos quedan hasta que podamos permitirnos uno de esos restaurantes cuyas cartas estudiamos en nuestro regreso a la estación de autobuses. Hasta que encontramos uno que ofrece Ostras a 1$. Una cosa más que nunca había visto en la ciudad, y que, ni siquiera había probado en toda mi vida. Con nuestro bolsillo de estudiante y nuestra mirada de inocente curiosidad me convence para que entremos y pueda probarlo. Es posible que la camarera odiara la política de “el cliente tiene la razón” predominante en este país por hacerle perder su tiempo gastándonos apenas 5 dólares. Pero mereció la pena. Como tantas nuevas experiencias vividas en una ciudad que siempre es capaz de sorprenderte.

Sentirse un extraño al mismo tiempo que ser consciente de uno mismo más que nunca antes en la tremenda jungla de esa ciudad misteriosa y salvaje. Con ganas de aprender, de probar, de reír, de jugar… Con ganas de vivir. Para poder seguir descubriendo los innumerables e inesperados secretos de la ciudad… y de la propia vida.



jueves, 3 de noviembre de 2011

Tonta

Una proposición inesperada a altas horas de la madrugada. Me visto, cojo las llaves del coche y salgo de casa. Una pequeña nueva ilusión que se enciende como una pequeña llama capaz de iluminar la más profunda oscuridad. Esa oscuridad en la que llevaba meses sumida.

Cualquier excusa válida para salir al frío invernal esperando, de manera ilusa, un nuevo motivo que me haga recuperar la sonrisa que creía perdida.

Unas confidencias, unas risas. Miradas huidizas, palabras nunca dichas y frases inacabadas. Sentimientos contenidos.

Suena un móvil. El suyo. Y es ella. Lo sé. Sabe que lo sé. Y cual vaso lleno de agua que cae al suelo se rompen en mil pedazos todas esas ilusiones que jamás reconocí que sentía, y que ahora, simplemente, se hacen añicos contra el suelo. Y algo, muy en el fondo de mi ser, vuelve a perderse. Como cuando una ráfaga de viento apaga esa pequeña llama que iluminaba la oscuridad. Como cuando se pierde la esperanza.

Él sale por la puerta con el móvil en la mano. La vería. Pero yo no esperaría más de diez minutos. Diez minutos. Nunca volvería a dejarme manipular. Nunca. Sólo quería dejar de ser una de esas niñas estúpidas que se ilusionan demasiado antes de tiempo. Salvo que yo nunca lo reconocería.

Pasado ese tiempo, salí por la puerta. Mirando al frente, pero intentando esconder mi decepción, mi estupidez por haber caído de nuevo sin darme cuenta. Estaba claro que me había vuelto a confundir. Había creído ver lo que no era. Porque necesitaba volver a verlo. Volver a sentirlo. Lo necesitaba de una forma tan profunda como inconsciente.

Así que a las cuatro de la mañana y sin más motivos para quedarme, salí de nuevo al frío y a la oscuridad nocturna.

Y de pronto  me di cuenta  de que hay cosas que, o pasan en un determinado momento, o ya nunca más habrá oportunidad de que vuelvan a pasar. Porque el momento se pierde en las arenas de la incertidumbre. Y ya jamás puede volver a recuperarse.

Pero ahora ya no importaba, una vez más, sólo era una amiga para él. Me había vuelto a dejar engañar por una cara de niño bueno y una actitud romántica. Tenía que volver a ponerme en pie y seguir caminando. De nuevo sin ilusiones y sin sueños. Salvo por ese pequeño rayo de luz, que ilumina la oscuridad y que ni siquiera en los peores momentos se apaga. La esperanza. En el hoy. En el mañana. En mí misma.