jueves, 4 de diciembre de 2014

Reencuentros



Hay instantes en la vida que te recuerdan que vale la pena vivirla. Pequeños momentos efímeros que se dan muy poco a lo largo de todo el camino. Pero, a veces, de pronto, te encuentras viviendo uno. Sientes que el mundo fuera podría haberse paralizado mientras tu disfrutas de ese pequeño instante. Y sólo cuando estés preparado para volver a enfrentarte a la realidad de fuera, saldrás y el mundo seguirá su curso.


Son momentos en los que ni la comida, ni el vino, ni la música de ambiente, ni el lugar, ni la compañía podrían ser mejores. Y sientes, a ciencia cierta, que nadie en toda la faz de la tierra, podría estar teniendo una noche mejor. Porque nada ni nadie podría mejorarla.


Momentos en que las condiciones más disparatadas se confabulan para crear instantes únicos. Irrepetibles. Momentos que te recuerdan que la vida es aquí y es ahora. Porque lo que te espera fuera cuando vuelvas a salir a la fría noche invernal nadie lo sabe. Y el mañana es sólo un misterio.

martes, 16 de septiembre de 2014

Y hasta 1000 veces puedo equivocarme


Dicen que el ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Yo creo que muchas veces tropezamos dos, tres, cuatro y hasta cinco veces con nuestro mismo error.

Dicen también que nunca se sabe lo que se tiene hasta que se pierde y, que muchas veces, no cambiamos de verdad hasta que ya hemos perdido aquello que queríamos.

Tratan de enseñarnos que no deberíamos cometer el mismo error dos veces. Y eso sólo provoca que nos volvamos más exigentes con nosotros mismos y con los demás. ¿Y qué pasa si yo me equivoco más de dos veces? ¿Y qué si yo necesito equivocarme mucho más de dos veces para poder entender y corregir mi comportamiento?

Yo me pregunto por qué, hay veces, que al ser humano nos cuesta tanto cambiar nuestra manera de actuar, incluso a pesar de ser conscientes de que estas arriesgando algo que quieres. Como si no pudieras controlarlo. Como si fuera algo tan intrínseco a tu persona que tendrías que equivocarte hasta 1000 veces para conseguir entender el motivo de tu comportamiento y poder cambiarlo. Edison se equivocó 1000 veces antes de fabricar de manera correcta una bombilla, y, cuando le preguntaron, sólo dijo que había descubierto 1000 maneras de cómo no hacer una bombilla. Supongo que es cuestión de mirarlo con relatividad.

Quizá deberíamos aceptar el hecho de que nos equivocaremos hasta 1000 veces para conseguir realizar algo de la manera en la que queremos. Cada vez que te vuelves a equivocar sólo es una forma de cómo no realizarlo. Creo que forma parte del proceso de conocerse a uno mismo. De cómo se quiere ser o de cómo no. Y de luchar por conseguirlo. Y así, no ser tan exigentes con nosotros mismos. Ni con los demás. 




Porque, al final, tardar más en conseguir lo que nos proponemos, no significa ser peor.







jueves, 11 de septiembre de 2014

Traspiés


A veces, es como si nada tuviera sentido. Ni lo que oímos, ni lo que vemos, ni lo que decimos, ni siquiera lo que pensamos. Como si nos viéramos sumidos en un mar de incertidumbre en el que todo nos desconcierta.  Sentimos que caminamos por un mundo en el que todos a nuestro alrededor nos parecen extraños. Nos sentimos incomprendidos. Las palabras suenan ajenas en nuestra boca. Porque no hacemos más que equivocarnos y todo nos sale siempre del revés. No sabemos cómo pensar, cómo actuar… ni siquiera cómo o qué sentir. Nos hacemos tantas preguntas sin respuesta. Porque todo cambia. Nada es como al principio ni terminará de la misma forma. Sólo evoluciona, aunque ni siquiera sepamos cómo.

Quisiéramos encontrar algo estable sobre lo que apoyarnos a descansar, o simplemente a evaluar y observar lo que pasa a nuestro alrededor. Como si siendo espectadores fuéramos a poder entenderlo todo mejor. Pero nunca es más divertido ser espectador de tu propia vida. Es como un frenesí continuo que no nos deja tiempo para respirar. Y nuestra mente nunca para. Como si camináramos continuamente dando traspiés. Apenas te da tiempo a levantarte y volver a erguir la vista, cuando vuelves a tropezar. Te sientes torpe, te preguntas por qué. Pero tampoco lo entiendes. Nada tiene sentido.


A veces, nos encontramos siguiendo un camino que ya no recordamos por qué lo tomamos, o si tenía sentido hacerlo. Si lo sigue teniendo. Si alguna vez lo tuvo. “Crea tu propio camino” dicen. ¿Cómo? Me pregunto yo. “Se hace camino al andar”. Y mañana… ¿tendrá sentido alguno de los pasos que di hoy?

“Loca” dicen. ¿Y qué es loco cuando nada tiene sentido? Loco para mí sería que algo lo tuviera.




Y pienso, quizás la vida sea un continuo no entender nada pero seguir avanzando. Quizá la vida, a veces, sea un continuo caminar dando traspiés. Quizá cuando nada tiene sentido es cuando hay que empezar a crear un nuevo sendero por el que caminar. Porque quizá, si no podemos encontrar el por qué,  es porque tenemos que aprender a vivir sin él.




viernes, 23 de mayo de 2014

Valentina


Noviembre 2011

Basada en hechos reales


Lo malo de la vida del viajero es que no existe la estabilidad. Durante el viaje la gente va y viene. Compartes algunos ratos esporádicos, pequeñas experiencias o tramos del trayecto, pero nadie permanece. Llegado el momento los caminos se separan y las personas sólo comparten contigo ciertos instantes, que acaban por parecerte efímeros, cuando realmente conoces a alguien interesante. Sí, tienes muchas otras cosas buenas. Pero, al cabo de un tiempo, empiezas a desear que la gente que conoces permanezca más tiempo en tu vida. Un símbolo de estabilidad al que aferrarte cuando todo lo demás se tambalea y amenaza con venirse abajo.

Así que, una vez más, había tenido que despedir a una chica con quien sólo había podido compartir una noche, puesto que su camino continuaba en otra dirección.  Otra persona a la que había tenido que decir adiós antes de tiempo. Estaba realmente empezando a cansarme de la volatilidad de la gente durante el viaje.  Había conocido a varias parejas que viajaban juntas. Y empezaba a preguntarme por qué yo tenía que seguir mi camino solo.

Después de un agotador día de turismo por La Paz, llegué al hostal dispuesto a recoger mis cosas para marcharme al día siguiente a la próxima parada de mi viaje: las Salinas de Uyuni.

Mientras subía las escaleras de camino a mi habitación me crucé con una chica de grandes ojos oscuros que dejaba un suave rastro de aroma dulce. Me miró y me dijo “Hola”. Tuve una sensación extraña, algo que no supe identificar, pero no le di mayor importancia. Me di la vuelta con extrañeza y la vi terminar de bajar las escaleras. Una vez abajo, ella se volvió a mirarme. Yo me di la vuelta y me marché. Llegué a mi cuarto y comencé a recoger todas mis cosas.

Aquella noche me costó dormir. Estaba harto, de los amores no correspondidos, de dejar pasar las oportunidades, de mi cobardía por no haberme atrevido a actuar cuando debí. Estaba harto de las despedidas improcedentes, de los amores efímeros, de las historias incompletas. De los besos robados, las caricias escondidas y las miradas furtivas. Necesitaba algo real en mi vida, mirar los mismos ojos cada mañana, un trabajo estable y confiar en la gente de mi alrededor. Tener amigos que se queden y amores que duren más de una noche.

Al día siguiente, terminé de organizar mis bártulos, salí del hostal, cogí un taxi y me dirigí a la estación de autobuses. Estaba todo abarrotado, había mucho barullo, algo pasaba. Después de mucho esperar, por fin pude acceder a una ventanilla de información, en la que me dijeron que había huelga y que ningún autobús saldría aquel día de La Paz.

Salí de la estación y cogí otro taxi de vuelta al hostal. “No entiendo por qué el amor es tan injusto. Parece que rehuye a todos aquéllos que lo queremos y buscamos, y sin embargo, se ofrece con facilidad a todos aquéllos que nunca lo esperan” le dije al taxista. Apenas recuerdo si respondió. Ya no sabía qué pensar. Me sentía triste, solo y desubicado. Esperaba poder desembarazarme del caos de la ciudad y encontrar algo de paz en las Salinas que me ayudara a calmar todos los pensamientos que desde hacía tiempo me venían acosando. Pero parecía que eso no me iba a ser posible.

Al llegar al hostal sentí, por primera vez en mi vida, que necesitaba ahogar mis penas en alcohol. Así que me deshice de mis cosas y subí al bar. Creo que era por la tarde, pero no me importó la hora. Me senté solo en la barra y pedí un vaso de Whiskey. Y después otro. Y un tercero. Aún no había empezado a sentir los efectos del alcohol cuando sentí que alguien se sentaba a mi lado. Me giré para ver quién era. Era ella. La chica de ojos oscuros y aroma dulce que me había cruzado en las escaleras. La barra estaba vacía. Pero ella se había sentado a mi lado.

Ella me miró. “Me llamo Valentina” dijo.

Yo no pude más que sonreír. No sabía si el destino, la casualidad o la vida misma querían reírse de mi. Pero, una vez más, decidí dejarme llevar y darle una oportunidad a lo que quiera que fuese aquello.

“Bienvenida a La Paz, Valentina” le dije sonriendo.


miércoles, 7 de mayo de 2014

¿Y qué si quiero ser una princesa Disney?



Desde pequeños nos hemos criado (al menos la generación de los 90) viendo las películas Disney, pensando que lo único que quieren transmitir dichas películas es que encontrar el amor verdadero es lo único que te hará feliz en la vida. Por eso, cuando crecemos nos sentimos decepcionados al pensar que hemos sido criados en un “cuento de hadas” que no se corresponde en absoluto con la realidad. Nos sentimos engañados, y estafados, y recriminamos a los adultos porque pensamos que deberían habernos enseñado a enfrentarnos a una realidad desagradecida y cruel.

Acabamos pensando que los príncipes Disney no son más que sarasas inútiles y las princesas son sólo unas doncellas en apuros que necesitan ser rescatadas y no saben hacer nada por sí mismas. Y a día de hoy, vemos a los niños criarse con personajes como los Lunnies (bajo mi opinión, una mala copia de Barrio Sésamo), los Teletubies (¿acaso éstos no son unos sarasas de verdad?) o Pocoyo (¿En serio es esto lo que queremos transmitir a los niños: Poco-yo?).

Personalmente, creo que eran mejor las películas Disney que al menos transmitían la importancia de valores como la fidelidad, el honor, la sinceridad y la amistad, tan carentes en la vida de hoy en día.

Yo no me avergüenzo de haber crecido con las películas Disney. Porque yo sólo veo a una Bella que se metió en el castillo de la Bestia para rescatar a su padre. Una Pocahontas que trataba de evitar una guerra entre los indígenas americanos y los colonos ingleses. Una Tiana cuyo sueño era montar su propio restaurante. Una Jasmin preparada para heredar el reino de su padre. Una Esmeralda defensora de los gitanos en un París agitado. Ariel entregó su voz a cambio de poder ver el mundo fuera del agua, Cenicienta era una criada en su propia casa, Anastasia recorrió toda Europa para encontrar a su familia, Rapunzel se escapa para poder conocer el mundo y Mulán fue a la guerra para evitarle dicha amargura a su anciano padre.

Así que me pronuncio como defensora de dichas princesas. No son unas niñas pusilánimes ni unas doncellas en apuros. Son mujeres luchadoras, aventureras, inteligentes, independientes y emprendedoras. Estas son las verdaderas princesas Disney. Princesas por su coraje, su energía y su iniciativa para enfrentarse a su destino y cambiarlo.


Así que sí. Yo también quiero ser una Princesa Disney.