domingo, 7 de octubre de 2012

Todos los días de mi vida



Cruzábamos uno de esos antiguos puentes de piedra sobre el río Sena, con estatuas y farolas de estilo antiguo a cada lado como única compañía en aquélla noche estrellada. Nos detuvimos al borde del puente observando las tranquilas aguas del río. Me abrazó por detrás apoyando su barbilla en mi hombro. Con sus manos rodeando mi cintura, como si no quisiese soltarme nunca. Ambos sonreíamos en la complicidad de la noche, aturdidos ante ese sentimiento de felicidad que no hace más que hacerte sentir en paz contigo mismo y con el mundo. Como si todo fuera fácil y cualquier problema tuviera solución.

Hacía frío, así que le cogí de la mano con la intención de que prosiguiéramos nuestro camino hacia aquel pequeño y antiguo hotel en el que nos alojábamos a orillas del famoso río francés. Sin embargo, él me atrajo hacia sí y me rodeó la cintura con uno de sus brazos. Los ojos le brillaban al mirarme, como si fuese la única mujer sobre la faz de la tierra. Me encantaba sentirme su tesoro. Me hacía sentirme especial.

Y entonces lo vi. Sin que yo me diera cuenta, había aprovechado para meter la mano en el bolsillo de su abrigo desabrochado y ahora me presentaba una pequeña caja aterciopelada, de color negro y no más grande que su puño.

“Me haces tan feliz…” susurró. Mis ojos comenzaron a humedecerse por la emoción mientras el abría la cajita y en su interior aparecía un delicado solitario montado sobre oro blanco. “¿Quieres casarte conmigo?”

Me miraba con la dulzura propia de la devoción. Sus ojos brillaban emocionados y pude notar sus nervios en su abrazo. “Sí” susurré, desde lo más profundo de mi corazón, mientras una lágrima de dicha se derramaba por una de mis mejillas.

Pude notar su tranquilidad al oír mi respuesta. Me puso el anillo, y muy seguro de sí mismo, me besó con ternura. Después de tanto tiempo, todavía me sorprendía seguir sintiendo ese nudo en el estómago cada vez que me besaba de esa manera tan íntima. Aquel era el principio de una nueva vida para ambos. La vida que habíamos estado esperando. Y así, caminamos abrazados de regreso al hotel, con las calles empedradas de París y la luna como únicos testigos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario