Cruzábamos uno de esos antiguos puentes de
piedra sobre el río Sena, con estatuas y farolas de estilo antiguo a cada lado como
única compañía en aquélla noche estrellada. Nos detuvimos al borde del puente
observando las tranquilas aguas del río. Me abrazó por detrás apoyando su
barbilla en mi hombro. Con sus manos rodeando mi cintura, como si no quisiese
soltarme nunca. Ambos sonreíamos en la complicidad de la noche, aturdidos ante
ese sentimiento de felicidad que no hace más que hacerte sentir en paz contigo
mismo y con el mundo. Como si todo fuera fácil y cualquier problema tuviera
solución.
Hacía frío, así que le cogí de la mano con la
intención de que prosiguiéramos nuestro camino hacia aquel pequeño y antiguo
hotel en el que nos alojábamos a orillas del famoso río francés. Sin embargo, él me
atrajo hacia sí y me rodeó la cintura con uno de sus brazos. Los ojos le
brillaban al mirarme, como si fuese la única mujer sobre la faz de la tierra.
Me encantaba sentirme su tesoro. Me hacía sentirme especial.
Y entonces lo vi. Sin que yo me diera cuenta,
había aprovechado para meter la mano en el bolsillo de su abrigo desabrochado y
ahora me presentaba una pequeña caja aterciopelada, de color negro y no más
grande que su puño.
“Me haces tan feliz…” susurró. Mis ojos comenzaron
a humedecerse por la emoción mientras el abría la cajita y en su interior
aparecía un delicado solitario montado sobre oro blanco. “¿Quieres casarte
conmigo?”
Me miraba con la dulzura propia de la
devoción. Sus ojos brillaban emocionados y pude notar sus nervios en su abrazo.
“Sí” susurré, desde lo más profundo de mi corazón, mientras una lágrima de
dicha se derramaba por una de mis mejillas.
Pude notar su tranquilidad al oír mi
respuesta. Me puso el anillo, y muy seguro de sí mismo, me besó con ternura. Después
de tanto tiempo, todavía me sorprendía seguir sintiendo ese nudo en el estómago
cada vez que me besaba de esa manera tan íntima. Aquel era el principio de una
nueva vida para ambos. La vida que habíamos estado esperando. Y así, caminamos
abrazados de regreso al hotel, con las calles empedradas de París y la luna
como únicos testigos.
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