Noviembre 2011
Basada en hechos reales
Lo malo de la vida del viajero es que no
existe la estabilidad. Durante el viaje la gente va y viene. Compartes algunos
ratos esporádicos, pequeñas experiencias o tramos del trayecto, pero nadie permanece.
Llegado el momento los caminos se separan y las personas sólo comparten contigo
ciertos instantes, que acaban por parecerte efímeros, cuando realmente conoces
a alguien interesante. Sí, tienes muchas otras cosas buenas. Pero, al cabo de
un tiempo, empiezas a desear que la gente que conoces permanezca más tiempo en
tu vida. Un símbolo de estabilidad al que aferrarte cuando todo lo demás se
tambalea y amenaza con venirse abajo.
Así que, una vez más, había tenido que
despedir a una chica con quien sólo había podido compartir una noche, puesto
que su camino continuaba en otra dirección. Otra persona a la que había tenido que decir
adiós antes de tiempo. Estaba realmente empezando a cansarme de la volatilidad
de la gente durante el viaje. Había conocido
a varias parejas que viajaban juntas. Y empezaba a preguntarme por qué yo tenía
que seguir mi camino solo.
Después de un agotador día de turismo por La
Paz, llegué al hostal dispuesto a recoger mis cosas para marcharme al día
siguiente a la próxima parada de mi viaje: las Salinas de Uyuni.
Mientras subía las escaleras de camino a mi
habitación me crucé con una chica de grandes ojos oscuros que dejaba un suave
rastro de aroma dulce. Me miró y me dijo “Hola”. Tuve una sensación extraña,
algo que no supe identificar, pero no le di mayor importancia. Me di la vuelta
con extrañeza y la vi terminar de bajar las escaleras. Una vez abajo, ella se
volvió a mirarme. Yo me di la vuelta y me marché. Llegué a mi cuarto y comencé
a recoger todas mis cosas.
Aquella noche me costó dormir. Estaba harto,
de los amores no correspondidos, de dejar pasar las oportunidades, de mi
cobardía por no haberme atrevido a actuar cuando debí. Estaba harto de las
despedidas improcedentes, de los amores efímeros, de las historias incompletas.
De los besos robados, las caricias escondidas y las miradas furtivas.
Necesitaba algo real en mi vida, mirar los mismos ojos cada mañana, un trabajo
estable y confiar en la gente de mi alrededor. Tener amigos que se queden y
amores que duren más de una noche.
Al día siguiente, terminé de organizar mis
bártulos, salí del hostal, cogí un taxi y me dirigí a la estación de autobuses.
Estaba todo abarrotado, había mucho barullo, algo pasaba. Después de mucho
esperar, por fin pude acceder a una ventanilla de información, en la que me
dijeron que había huelga y que ningún autobús saldría aquel día de La Paz.
Salí de la estación y cogí otro taxi de
vuelta al hostal. “No entiendo por qué el amor es tan injusto. Parece que rehuye a todos aquéllos que lo queremos y buscamos, y sin embargo, se ofrece
con facilidad a todos aquéllos que nunca lo esperan” le dije al taxista. Apenas
recuerdo si respondió. Ya no sabía qué pensar. Me sentía triste, solo y
desubicado. Esperaba poder desembarazarme del caos de la ciudad y encontrar
algo de paz en las Salinas que me ayudara a calmar todos los pensamientos que
desde hacía tiempo me venían acosando. Pero parecía que eso no me iba a ser
posible.
Al llegar al hostal sentí, por primera vez en
mi vida, que necesitaba ahogar mis penas en alcohol. Así que me deshice de mis
cosas y subí al bar. Creo que era por la tarde, pero no me importó la hora. Me
senté solo en la barra y pedí un vaso de Whiskey. Y después otro. Y un tercero.
Aún no había empezado a sentir los efectos del alcohol cuando sentí que alguien
se sentaba a mi lado. Me giré para ver quién era. Era ella. La chica de ojos
oscuros y aroma dulce que me había cruzado en las escaleras. La barra estaba
vacía. Pero ella se había sentado a mi lado.
Ella me miró. “Me llamo Valentina” dijo.
Yo no pude más que sonreír. No sabía si el
destino, la casualidad o la vida misma querían reírse de mi. Pero, una vez más,
decidí dejarme llevar y darle una oportunidad a lo que quiera que fuese
aquello.
“Bienvenida a La Paz, Valentina” le dije
sonriendo.