Cuando nos enfrentamos a grandes
cambios en la vida siempre surgen un montón de dudas y afloran un buen puñado
de miedos que ni siquiera sabíamos que teníamos. Sobre todo, si tenemos que
enfrentarnos a ese gran cambio solos. Es en estas ocasiones cuando se vienen a
nuestra mente todos estos típicos de “con lo a gusto que iba a estar yo si…” o
“quien me mandaría a mi meterme en esto…”
Es fácil empezar a preguntarse si
de verdad es eso lo que queríamos. Si no hubiera sido más sencillo quedarnos
donde estábamos y tener más tiempo para otras cosas, en vez de tener que quedar
a la altura de las expectativas que la gente a tu alrededor espera de ti... Si
no hubiéramos sido más felices con la opción más fácil. Y entonces, nos damos
cuenta, de que la opción más fácil no es la solución. Nunca lo ha sido. Porque
no nos habríamos conformado con ella. Pero no por ello dejamos de sentir miedo
a los grandes cambios.
No es extraño preguntarse si lo
que pasa es que nos hemos vuelto unos cobardes. Si preferimos echarnos atrás
por miedo en el último momento y olvidarlo todo y seguir con nuestra vida de
siempre. Salir corriendo y refugiarnos en los brazos de quien nos quiere. Pero, de nuevo, esa tampoco es la solución. Y
nunca lo ha sido. Porque hay que aprender a superar los miedos, y, aun a riesgo
de repetir lo que siempre se dice, ésta es la única manera: enfrentarse a
ellos. Hacernos creer a nosotros mismos que somos más valientes de lo que
realmente somos en un vano intento de tranquilizarnos.
Y la gente a tu alrededor sólo te
dice que todo irá bien. Pero no por ello te sentirás mejor, ni más tranquilo ni
te volverás más valiente. Así que, supongo, que lo único que queda por hacer es
ir dando un paso detrás de otro, poco a poco. Esperando que las decisiones que
tomes sean las correctas. A pesar de que desconoces por completo las
consecuencias de cada uno de esos pasos.